La Política Internacional de Felipe IV
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Olivares expuso sus ideas al Consejo de Estado en una reunión celebrada el 13 de noviembre de 1.625. Después de realizar un breve repaso a la situación internacional, en el que insistió, como medio para poder soportar las presiones de los numerosos enemigos de España, en la necesidad de instar la creación de una Liga de la Alianza con el emperador, los príncipes alemanes amigos y, si las gestiones diplomáticas iniciadas triunfaban, con Polonia, sacó a relucir su importante proyecto de Unión de Armas, explicando que las diferentes partes integrantes de la Monarquía habían de crear una reserva común de 140.000 hombres en base al compromiso de proporcionar y mantener cada una de ellas un número fijo en virtud de sus posibilidades, establecidas por las estimaciones de población de cada zona. El sistema de cuotas proporcionales, que determinaba el número de hombres que debía aportar cada parte de la Corona española, quedó fijado de la siguiente manera: Cataluña 16.000 Aragón 10.000 Valencia 6.000 Castilla y las Indias 44.000 Portugal 16.000 Nápoles 16.000 Sicilia 6.000 Milán 8.000 Flandes 12.000 Islas del Mediterráneo y del Atlántico 6.000 Esa reserva de 140.000 hombres, aunque no había de estar permanentemente de servicio, sí debía de hallarse siempre disponible para caso de urgencia, de tal forma que, si cualquier parte de la Monarquía era atacada por el enemigo, inmediatamente se movilizaría una séptima parte de ese contingente 20.000 hombres de infantería y 4.000 de caballería para su defensa, y si era atacada por varios enemigos a la vez, se llamarían a filas tantas séptimas partes del total como arremetidas se recibieran. Resultaba razonable que un proyecto de tal magnitud fuera presentado para su aprobación a las Cortes de los diferentes reinos en presencia de Felipe IV. Olivares así lo creyó, al menos, de momento, respecto a la Corona de Aragón, de manera que se iniciaron los preparativos de un viaje real para principios de 1.626. El conde-duque estaba convencido de que no existirían grandes problemas para la admisión de la Unión de Armas, pues era un proyecto diseñado sobre el interés mutuo derivado de la existencia de peligros y amenazas exteriores comunes. Pero se equivocaba. Aragón, Valencia y Cataluña no se fiaban de los planes de Olivares, en quien veían un gran peligro para sus privilegios y fueros tradicionales sobre todo ahora que se había extendido el rumor de que su objetivo era instaurar "un rey, una ley, una moneda". En seguida tuvo noticias de las dificultades que le esperaban, de forma que, decidido a sacar adelante su proyecto, resolvió utilizar las medidas de presión o halago necesarias para conseguirlo. Es más, puso en movimiento a diversos personajes preeminentes de cada zona, como al duque de Gandía en Valencia o al de Cardona en Cataluña, con el objeto de que desplegaran todas sus influencias para la formación de un núcleo favorable a las pretensiones del rey y sus ministros. Se convocaron las Cortes de Aragón en Barbastro, de Valencia en Monzón y de Cataluña en Lérida, pese a que esta última ciudad acabó desestimándose en favor de Barcelona. Aunque Monzón era una localidad aragonesa, fue elegida debido a su escasa distancia de Barbastro, lo que hacía concebir esperanzas a Olivares de despachar con prontitud las dos asambleas antes de que se trasladara el rey a Cataluña; ello trajo consigo, naturalmente, una queja formal de los valencianos. El 7 de enero de 1.626 por fin partió la comitiva real hacia Barbastro y Monzón, donde se reunieron las Cortes de Aragón y Valencia con el objeto principal de discutir el proyecto de Unión de Armas y darle o no su beneplácito. Las sesiones se alargaron más de lo previsto y el gobierno se vio obligado a resolver cuestiones de la mayor trascendencia principalmente en materia de política exterior lejos de Madrid, donde mantenían su sede los distintos Consejos. Esto facilitaba las cosas a Olivares a la hora de imponer sus propias decisiones, de modo que rápidamente determinó poner fin al conflicto de la Valtelina aprovechándose de los apuros internos por los que atravesaba Francia. La reciente rebelión hugonote, la presión del partido de los dèvots que acusaban a Richelieu de haber iniciado una política contra el Papado por proteger los intereses de los protestantes Grisones y, ante todo, las importantes dificultades económicas con las que se enfrentaba el país, provocaron que el cardenal enviara las oportunas instrucciones al embajador francés en España, Du Fargis, para que intentara llegar a un acuerdo que finalizara el conflicto generado por el estratégico valle. Como Olivares tampoco estaba dispuesto a que la Valtelina provocara por el momento una confrontación abierta con Francia, pronto llegó a un ambiguo acuerdo con Du Fargis, firmado en Monzón el 5 de marzo, por el que España aceptaba devolver las cosas "al estado en que corrían cuando se empezaron por allá los primeros rumores, que se presume fue al principio del año de 1.617, sin alterar, ni innovar en nada del estado que entonces tenían" y reconocía la soberanía de los protestantes Grisones sobre los católicos habitantes del valle (siempre que se les garantizara la autonomía y libre ejercicio de la religión), a cambio de la retirada de las tropas francesas de la zona y la no prohibición expresa en el tratado del paso de tropas españolas por la Valtelina. Pocos días más tarde, tras un largo regateo, el rey se decidió a aceptar la propuesta de las Cortes valencianas de conceder únicamente un servicio de 1.080.000 ducados. Esa cantidad, que se consideraba suficiente para mantener a 1.000 soldados de infantería durante un periodo de quince años, sólo debía utilizarse para pagar voluntarios valencianos o gente de fuera del reino, debido a la escasez de recursos humanos de la región, por lo que se dañaba seriamente el espíritu integrador de la Unión de Armas. Inmediatamente el rey prosiguió el viaje oficial hasta Barcelona, dejando las Cortes de Aragón, todavía reunidas, bajo la presidencia de Monterrey. La comitiva entró en la Ciudad Condal el 26 de marzo con la esperanza de que las Cortes catalanas llegaran a responder favorablemente al importante proyecto de comunidad defensiva que se les iba a exponer, concediendo los 16.000 hombres pagados que el rey les solicitaba. Pero en seguida se vio la inutilidad del intento. Tras una serie de negociaciones infructuosas, Olivares optó por solicitar dinero en vez de soldados, siguiendo el precedente utilizado en las Cortes de Valencia, mas ni aún así logró sus objetivos. Exasperados, el rey y su séquito salieron el 4 de mayo de Barcelona en dirección a Madrid sin previo aviso, dejando a las Cortes aún en sesión. Sin embargo, y a pesar de los reveses sufridos, los planes de Unión de Armas no se pensaban abandonar, y menos en ese momento en que las arcas castellanas estaban exhaustas. Las Cortes aragonesas, que habían continuado reunidas, finalmente ofrecieron 2.000 hombres pagados durante quince años o el equivalente para su mantenimiento en dinero. Esto dio el suficiente ánimo al rey para que el 25 de julio de 1.626 declarara oficialmente inaugurada la Unión de Armas. Después de asignar a Perú una cuota de 350.000 ducados y a México otra de 250.000, incrementando con ello la fuerte presión fiscal que ya soportaban, quedaba implicar en el proyecto a las posesiones italianas, Flandes, Portugal y la porfiada Cataluña, pero, quizá salvo en estas dos últimas provincias, en Madrid no se creía que al respecto pudiera haber excesivas dificultades. En el fondo se había conseguido lo más difícil, esto es, romper con la tradición incitando a las distintas partes de la Monarquía española a la idea de cooperar, aunque al principio fuera ligeramente, en la defensa global de la misma frente al ataque de cualquiera de sus múltiples enemigos externos. Mientras tanto, la situación en centroeuropa había experimentado un cambio significativo desde que, a principios de 1.625, Dinamarca se había comprometido a entrar en guerra contra el emperador. La insistencia diplomática de los protestantes holandeses, alemanes o ingleses y de la propia Francia a través del agente de Richelieu, Corumenin había terminado por convencer al rey danés Cristian IV de la necesidad de su intervención para frenar el avance católico y de los Habsburgo en el norte de Europa. Cristian IV, que a su vez era príncipe del Imperio en tanto duque de Holstein, tenía sus propios y ambiciosos planes de dominio sobre el norte de Alemania, que chocaban de lleno con el grado de influencia que venían adquiriendo el emperador, España y Baviera en la zona, basados en aumentar el poder económico de Dinamarca en el mar del Norte y Báltico mediante la posesión de los comercialmente estratégicos obispados secularizados de Bremen, Verden y Osnabrück, que se unirían al lucrativo dominio del estrecho del Sund y de la desembocadura del Elba. Por esta razón, cuando los enemigos de los Habsburgo le ofrecieron su apoyo si se decidía a intervenir en la guerra, el rey danés no lo dudó, esperando, a su vez, al presentarse como salvador de los principados protestantes del Imperio, contrarrestar la cada vez mayor influencia, tras las últimas victorias sobre Polonia, de su gran rival escandinavo, Gustavo Adolfo de Suecia. Pronto pudo comprobar, empero, que apenas llegaban las ayudas prometidas y que, salvo por las tropas de Ernesto de Mansfeld, integradas en el contingente de Cristian en virtud de la Convención de La Haya de diciembre de 1.625, únicamente podía contar con sus propias fuerzas. En todo caso, la posibilidad de la intervención danesa en el conflicto centroeuropeo había hecho ver a Maximiliano de Baviera y a Fernando II la necesidad de reclutar un ejército imperial que pudiera prestar su apoyo al de la Liga Católica dirigido por Tilly. Por ello, el emperador confió el reclutamiento, organización y mando supremo de ese nuevo ejército a un noble checo, Albrecht von Wallenstein, cuya meteórica ascensión a la fortuna y la fama le habían ayudado a adquirir el título de duque de Friedland. Wallenstein era un hombre extravagante, amante de la astrología, ambicioso, que siempre consideró al ejército bajo su mando como una especie de gran operación comercial. De hecho, proveyó a sus posesiones territoriales de fundidores de hierro, armeros, etcétera, con objeto de desarrollar una industria que suministrara el armamento a sus tropas, al tiempo que obtenía importantes beneficios, e implantó a gran escala un sistema de contribuciones que sirviera para mantener a sus bien pagados hombres. Pronto entró el nuevo ejército imperial en acción, ya que, en abril de 1.626, hubo de enfrentarse a las tropas de Mansfeld derrotándolas en Dessau, decidiéndose posteriormente a perseguirlas en su huida, a través de Silesia, hacia Hungría, donde Bethlen Gabor las daría cobijo y apoyo contra el emperador. Mientras el grueso de los soldados de Wallenstein se hallaba, pues, acosando a Mansfeld en su camino hasta Hungría, las fuerzas de Tilly eran las únicas que se interponían entre los daneses y Viena. El choque era inevitable y se produjo en Lutter el 27 de agosto de 1.626, consiguiendo el ejército de la Liga Católica una brillantísima victoria sobre Cristian IV que le dejaba abiertas las puestas de Dinamarca a posibles ataques desde Alemania. Junto a este suceso, la simultánea derrota otomana ante los persas en Bagdad privaba a Bethlen Gabor de recibir cualquier apoyo tanto desde el oeste como desde el este de sus territorios, por lo que no tuvo más remedio que hacer de nuevo la paz con Fernando II. Esto dio la oportunidad al ejército imperial de desplazarse hacia el norte y cobrar su parte de los despojos derivados de la derrota danesa. |
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El libro
"La Política Internacional de Felipe IV", con Depósito Legal SG-42/1.998, es
propiedad de su autor, Francisco Martín Sanz. La versión que en exclusiva ofrece
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