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La Política Internacional de Felipe IV

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Olivares comprendió muy pronto las posibilidades que ofrecía para sus planes sobre el norte de Europa el avance del ejército imperial y de la Liga Católica hacia posiciones septentrionales —Mecklemburgo, Pomerania, Jutlandia—. También Fernando II y Maximiliano, advirtiendo los peligros que suponía la intervención en los asuntos alemanes de las potencias protestantes escandinavas, veían con renovado interés la posibilidad de una unión formal con la Monarquía hispánica que no sólo les proporcionara subsidios económicos. A finales de septiembre, el emperador se decidió a indicar al nuevo embajador español en la corte imperial, el marqués de Aytona, que estaría dispuesto a conseguir para la Corona española el puerto en el Báltico que tanto deseaba para iniciar una guerra comercial contra los neerlandeses en esa zona estratégica. Unos meses antes, el conde-duque ya había enviado a Polonia a un noble flamenco, el conde de Solre, con objeto de implicar a Segismundo III en la causa Habsburgo y contratar navíos y tripulaciones para la armada de Flandes. Cuando en noviembre regresó a Madrid, procedente de Varsovia, quedó de manifiesto que los intereses del rey polaco eran más ambiciosos, pues solicitaba la ayuda de España en su lucha contra los suecos y el traslado de la escuadra de Dunquerque al Báltico —donde podía utilizar sus puertos de Danzig, Putzig y Könisberg— para barrer a la marina escandinava y controlar el paso del estrecho del Sund, "porque la empresa del estrecho del Zonte ha sido tenida por la más importante y único medio para conseguir la reducción de los holandeses". Resultaba evidente que en la cooperación se encontraba la fuerza, y en ello se trabajó duramente desde Madrid durante todo el año 1.626, tanto hacia el interior de la Monarquía, mediante la Unión de Armas, como hacia el exterior, esforzándose por lograr la creación de una Liga de la Alianza.

En mayo de 1.627, Olivares escribió al marqués de Aytona solicitándole informes sobre Wallenstein. Existía la necesidad de conocer si era persona de fiar y amiga de los españoles, pues se querían iniciar una serie de acercamientos con el fin de que realizara unos servicios en favor de los intereses de España. Deseoso de contar con los beneficios de la amistad y el apoyo de la Corona española, Wallenstein respondió favorablemente a la posibilidad de llevar a cabo una acción concertada. Olivares pretendía que utilizara su ejército para conquistar un puerto en la costa de Mecklemburgo, cosa sobre la que rápidamente estuvo de acuerdo el duque de Friedland ante las buenas oportunidades que podía traer consigo instalar en él una compañía comercial del Báltico además de una escuadra que pudiera controlar los movimientos marítimos de los daneses (en ese momento primeros enemigos del Imperio), y para presionar a las Provincias Unidas mediante la recuperación del territorio imperial de Frisia oriental, que todavía se encontraba bajo ocupación holandesa, mandando instrucciones a Aytona para que intentara convencerle en este último aspecto si se mostraba dubitativo. Otros agentes al servicio de España, entretanto, seguían trabajando en el complejo proyecto del Báltico, como el barón d'Auchy, que se encontraba en Varsovia negociando la alianza hispano-polaca y poniendo trabas a cualquier atisbo de acercamiento entre Segismundo y Suecia, o el mercader-espía Gabriel de Roy, que recorría por entonces en misión diplomática las ciudades de la Liga Hanseática con objeto de atraerlas a los planes comerciales de los Habsburgo en la zona, apoyado en este aspecto por el conde de Schwarzenberg, representante de Viena, al tiempo que gestionaba en Lübeck la contratación de los 24 bajeles de guerra prometidos a Polonia que formarían la escuadra española del Báltico.

El horizonte se mostraba esperanzador para la política internacional desarrollada por el conde-duque, pero el reverso financiero de la misma era impresionante. No había más remedio que adoptar medidas concretas y fulminantes que paliaran el caos monetario y la crisis económica existente en el interior de la Monarquía española, determinada por un crecimiento incontrolado de la inflación, la inundación de Castilla de moneda de vellón —que cada vez estaba más devaluada respecto al valor de la plata— o la constante salida de la plata americana hacia Europa al utilizarse como medio de financiación de la costosa política exterior del rey. Tenían que implantarse soluciones y, así, en 1.626 se había intentado suspender la acuñación de vellón, en distintos momentos se pretendió fijar por decreto el premio en plata por vellón para evitar que aumentara excesivamente —fracasando—, se estudió reducir también por decreto el valor nominal de la moneda de vellón y, finalmente, el 27 de marzo de 1.627 la Corona optó por crear una serie de "diputaciones" en diez ciudades de Castilla para el consumo de vellón mediante el sistema de aceptar depósitos en esa moneda al 5% y devolver en plata el 80% del principal al cabo de cuatro años. No obstante, unos meses antes, concretamente el 31 de enero, ya se había producido la primera bancarrota del nuevo reinado. Como España estaba viviendo por encima de sus posibilidades, era natural que llegara un momento en que no pudiera hacer frente a la deuda a corto plazo, por lo que se iniciaba un sistema bien conocido en el que, tras la suspensión de pagos a los banqueros y la negociación subsiguiente, se optaba por convertir los asientos de intereses elevados y de plazo reducido, garantizados por las rentas extraordinarias de la Corona —normalmente, la plata que traía la flota de Indias—, por deuda a largo plazo e intereses más bajos. La bancarrota de 1.627 fue, por tanto, un medio que utilizó Olivares para liberar rentas estatales comprometidas y poder financiar sus magnos e inmediatos proyectos exteriores, aunque también se convirtió en un modo de terminar con la dominación de los banqueros genoveses, de los que España dependía excesivamente y que aprovechaban su situación mediante la demanda de intereses cada vez más elevados para sus préstamos, introduciendo por esas fechas un elemento de competencia financiera al solicitar los servicios de banqueros portugueses —de origen y ortodoxia dudosa— como Manuel Cortizos, Simón y Lorenzo Pereira o Juan Nuñez Saravia. Tras un intento fracasado de reforma económica global al principio del reinado, no quedaba más remedio que trabajar al día en la solución de los concretos y acuciantes problemas que se presentaran, pues de ello dependía el futuro de la Monarquía hispánica.

Es muy probable que las buenas perspectivas en la Europa central y septentrional llevaran a Olivares a dar un viraje en las relaciones mantenidas con Francia, con objeto de aislar definitivamente a las Provincias Unidas y provocar en breve plazo la firma de una paz honrosa para España que pusiera fin de forma terminante a la sangría de recursos que generaba una guerra que duraba ya cerca de 60 años. La oportunidad se presentó en la segunda mitad de 1.626, cuando Richelieu, a través de su embajador en Madrid Du Fargis, propuso al conde-duque la posibilidad de una alianza hispano-francesa. El movimiento de Richelieu, continuador de la tendencia de acercamiento iniciada con el tratado de Monzón, era claramente táctico, pues las recientes dificultades con Inglaterra, sus graves problemas internos con los hugonotes de La Rochelle —que estaba dispuesto a suprimir en cuanto las circunstancias externas se lo permitieran— y la tradicional enemistad con los Habsburgo españoles y austríacos, amenazaban con aislar peligrosamente a Francia. A su vez, sin dejarse confundir por las intenciones de París, Olivares aceptó entrar en el juego porque la alianza frenaría a Inglaterra (con la que España estaba técnicamente en guerra), impediría un acuerdo de paz anglo-francés, neutralizaría por el momento a Francia y, en definitiva, contribuiría al aislamiento de la República holandesa, que era el objetivo último de toda la política internacional española desde el fin de la Tregua de los Doce Años. Como la coalición había de tener alguna finalidad específica, el 20 de marzo de 1.627 Olivares y Du Fargis negociaron la formación de una alianza ofensiva de asalto a Inglaterra y un mes después el tratado se ratificó. Pese a esto, ni Richelieu tuvo escrúpulos al mantener contactos secretos en ese tiempo con las Provincias Unidas, tendentes a renovar los acuerdos por los que se comprometía a conceder subsidios a los holandeses en su lucha contra España, ni el conde-duque sintió remordimientos de conciencia al entablar discretas conversaciones con los ingleses a través de Bruselas con el fin de restaurar las buenas relaciones que habían mantenido durante los últimos años.

La mayoría de los miembros del Consejo de Estado, sin embargo, no comprendieron este aparente brusco cambio en la política exterior que acababa de iniciar Olivares. Mirabel, desde París, señaló que no se fiaba de las intenciones de Richelieu y la infanta Isabel, desde los Países Bajos, recordó la teoría de Felipe II de que Francia y España eran dos potencias irreconciliables. Las discrepancias ante esta nueva actitud internacional que se pretendía imponer aumentaron cuando, en julio de 1.627, tras el envío por parte de Buckingham de una flota destinada a ocupar la isla de Ré y ayudar a los hugonotes de La Rochelle, España se encontró en la obligación de prestar su apoyo a los franceses para rechazar el ataque inglés en virtud de la recién fundada alianza. Esto era demasiado para unos consejeros que hacía poco más de doce meses habían insistido en la necesidad de invadir Francia debido a su política claramente anti-Habsburgo. Pero el compromiso contraído estaba ahí y, como ponía en juego la palabra del rey, había de cumplirse. Por otra parte, se quería causar la poderosa impresión en el influyente partido dèvot de la corte francesa de que era perfectamente posible llevar a cabo una política exterior común católica basada en una estrecha relación entre Francia y España, para que presionara a Richelieu a abandonar a sus aliados protestantes. Por todo ello, se ordenó a don Fadrique de Toledo la organización de una escuadra que, después de algunos retrasos, por fin partió a finales de noviembre desde La Coruña con dirección al golfo de Morbihan, donde había de reunirse con las fuerzas francesas. Aunque cuando llegó ya había sido expulsada la expedición inglesa de los alrededores de la isla de Ré, se decidió que la escuadra permaneciera en la zona para permitir un mejor bloqueo de los hugonotes de La Rochelle. Además, como Olivares y Richelieu seguían por el momento interesados en que se mantuviese una relación cordial entre España y Francia, se comenzaron a discutir nuevos y utópicos planes de invasión conjunta de las Islas Británicas.

Si la política del conde-duque en el centro y norte de Europa, que no era más que una continuación de las directrices marcadas por Baltasar de Zúñiga, siempre fue complicada, los nuevos movimientos en relación con Francia que se habían producido a finales de 1.626 y durante 1.627 resultaron incomprensibles para muchas de las personalidades políticas españolas del momento. Perseguía, empero, un fin evidentemente tradicional: poner término al largo y costoso conflicto con las Provincias Unidas al obligarlas, mediante la presión y el aislamiento, a solicitar la paz bajo las condiciones que España considerase oportunas. Y las circunstancias parecían las idóneas para conseguir el anhelado objetivo: la situación en el Imperio de las fuerzas católicas cada vez era más poderosa, tanto que se podía esperar la ayuda del emperador para destruir posiciones holandesas en el comercio del Báltico o en Frisia oriental; Inglaterra, amenazada por la alianza hispano-francesa, estaba neutralizada; Francia mantendría unas relaciones amistosas con España mientras no resolviera su inquietante problema interno con los hugonotes —que se habían hecho fuertes en La Rochelle, plaza que se había constituido con el tiempo en una especie de "República marítima protestante independiente" dentro del Estado—; y las propias Provincias Unidas, pese a los triunfos de su ejército en las tomas de Oldenzaal y Grol durante los veranos de 1.626 y 1.627, respectivamente, respondidos por Spínola con el levantamiento de un complejo de fortificaciones intimidatorias en los alrededores de Zandvliet, justo detrás de las principales defensas neerlandesas de la orilla oriental de la desembocadura del Escalda, habían comenzado a sentir los perniciosos efectos de la guerra económica que tan cuidadosamente se venía diseñando desde Madrid. De hecho, el triunfo español, en tanto imposición de la paz por la fuerza, parecía estar cada vez más cerca cuando en 1.627 comenzaron unas conversaciones en Roosendael entre representantes de la infanta Isabel y de la República holandesa con objeto de estudiar las concesiones que se estaban o no dispuestos a hacer. Pero la oportunidad que brindaba la coyuntura favorable existente en el centro y el norte de Europa se dejó escapar cuando, tras la muerte del duque de Mantua sin descendencia el 26 de diciembre de 1.627, se inició el desvío de la atención y de los limitados recursos españoles hacía los acontecimientos que se produjeron en el norte de Italia.

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El libro "La Política Internacional de Felipe IV", con Depósito Legal SG-42/1.998, es propiedad de su autor, Francisco Martín Sanz. La versión que en exclusiva ofrece Latindex.com no incluye las 469 notas explicativas a pie de página que sí aparecen en la versión original en papel, publicada en Segovia (España) en Mayo del año 1.998. En todo caso, queda absolutamente prohibida cualquier reproducción, ya sea total o parcial, de la obra mencionada sin el consentimiento expreso y probado del autor.
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