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Los cuentos de Carlos Fierro

Hincar

Estaba cansado, pero su condición de estudiante le empujaba a seguir enfrentándose con sus apuntes y los libros. Era la última noche antes del gran día, y probablemente, si la suerte le acompañaba esta vez, la última ocasión en la que tendría que sacrificar horas de su tiempo para obtener el beneplácito de un profesor. Cinco años de carrera, pensaba, podrían darse por concluidos, si tras esta negra noche era capaz de superar el definitivo examen. Cinco años dedicados a un mismo fin, una etapa más que estaba a las puertas de consumirse.

Hincó los codos fuertemente contra la mesa y abrió su mente a los nuevos conocimientos que tendría que hincar también, no sin esfuerzo, en su ya ejercitada memoria. Se dio cuenta entonces de que buena parte de su vida estaba dominada por el verbo hincar: los codos, los conocimientos... ¿era el verbo hincar lo que dominaba su vida o simplemente la mera acción de hincar? ¿cómo distinguir entre la acción y el verbo que lo representa? Prefirió tomar el verbo hincar, que era más real, más manejable que un acto en abstracto sin nombre. Sí, definitivamente su vida no contemplaba verbos más importantes que el de hincar. Pensó pues también en su novia, el baloncesto... La combinación de su novia con el verbo le había distraído de su tarea. Le convenía pensar que ahora se merecía un descanso. Lo pensó.

Uno de sus descansos más preciados en época de exámenes eran las prácticas masturbatorias, de breve pero intenso placer, y placentero y largo relajo. Solía darse un descanso cada dos horas de estudio continuado, y si el deseo y las fuerzas lo permitían, las prácticas venían a ocupar ese pequeño intervalo entre estudio y estudio. Era cuando menos curioso esa paso de una actividad tan puramente intelectual, tan elevada y considerada, incluso institucionalizada, a otra tan mecánica como animal, actividad del sentir, física y carnal, perseguida y castigada en tiempos, y de dudosa aceptación en lugares, edades y valores. Ahora se disponía a proceder al brusco cambio de actividad, materializado con un gracioso bajar de bragueta.

El era una persona realmente metódica y llevaba cuenta precisa en su cuaderno de notas de sus prácticas masturbatorias. Si bien durante el resto del curso éstas se contaban con un promedio de 0.87 diarias, en las épocas de exámenes, pasando los días - las noches también - encerrado entre cuatro paredes, estas prácticas se disparaban hasta las no poco despreciables 2.67 por día, o al menos, esos fueron los datos recogidos en los últimos tiempos. Las razones que él aducía para este notable cambio eran dos: el aumento de permanencia en casa y aumento también del aburrimiento, de ese estado de hastío que tanto precisa de un escape a la vida del placer.

Tras marcar con una cruz en su cuaderno de notas la cuarta práctica del día, volvió a los libros. Utilizó el verbo para ajustar los codos a la mesa. Con la mirada navegando en el mar de letras, y sin perder el rumbo, se dejó llevar por las corrientes, el viento y la marea hacia paraísos desconocidos del saber. En navío firme recorrió mares, páginas de mares en cascadas cristalinas de letras.

Tiempo.

Y aunque lectura interesante y necesaria, se distrajo con los cambios que se producían en su propio cuerpo. Tanto tiempo frente a los libros le permitió percibir un leve aumento en la longitud de los pelos de su barba. ¿Era aquel fenómeno debido al crecimiento natural de los pelos de su barba o tal vez a que cansados, pretendían ahora desperezarse? Sea como fuere, sentía cómo sus impacientes y nacientes pelos buscaban despegarse de una cara perpleja ante tantas negras hierbas crecientes. Su mirada volvió a los libros. No pudo dejar de pensar en sus pelos. Ahora, pensaba, con esa barba parecía un náufrago... Esperaba que eso no fuera presagio de un mal final para su firme navío que recorría mares. No, más bien, estando en tierra como estaba, con ese tupido pelo pegado a la cara se parecía más a un mendigo, y bien visto, sí, parecía que estaba mendigando, mendigando los saberes para el día del examen, y como pobre necesitado de comida él se sentía necesitado de los conocimientos, que mendigaba en apresurada y desesperada última noche a sus libros y apuntes. Se volvió a centrar en sus libros y les mendigó. Recibió un mendrugo. Sin embargo, los pelos seguían allí, sin dejarle concentrarse en la tarea, intentando aún despegarse de su fea cara, luchando contra sí mismos para alargarse hasta alcanzar quién sabe qué. El notaba una barba cada vez más alterada, que crecía por momentos, muy nerviosa, viva. Como cuando uno se hinca - otra vez el verbo - una astilla y empieza a sacársela con cuidado, él notaba el crecimiento de sus pelos, pero sin ese cuidado: una multitud de astillas incrustadas que pretendían salir al exterior, desgarrando su piel. Pasados unos minutos más, la barba, que en un principio no era más que unos pocos pelos separados, empezó a cobrar cierta unidad. Cuando su longitud lo permitió, empezaron a unirse, a abrazarse, a formar un todo indivisible, una densa flora negra que anhelaba el definitivo despegue de su cara. Cientos, miles, millones de pelos luchando y gritando por su autonomía, por la liberación, ¡querían ser libres!

No tuvo más remedio que dirigirse al cuarto de baño empujando hacia atrás el suelo con los pies, para acallar los alaridos perturbadores de aquellos seres crecientes que él mismo había visto y sentido nacer. Los liberó con la eléctrica. Lo malo, se dijo, es que otros vendrán después de éstos, y luego otros, y más, y más. Al volver del cuarto de baño con la cara desprovista de individuos, apuntó en su cuaderno: "Liberada la 179 generación. Fue muy alborotadora".

Regresó al mar de letras. Allí permaneció flotando durante un tiempo hasta que, de nuevo, se acordó del verbo. No fue él exactamente quien se acordó, sino curiosamente su estómago, que aunque de mayor tamaño que el cerebro, estaba relegado a tareas mucho más básicas y a responsabilidades notablemente inferiores. El fue quien con grave voz recordó las importantes funciones que el diente cumple con el verbo. De nuevo, empujó el suelo hacia atrás con los pies, esta vez para dirigirse hacia la cocina, donde se preparó una exquisita sopa de letras, muy adecuada para las fechas en las que se encontraba, desde luego. Como era una persona muy metódica, se comió las letras por orden alfabético, para digerirlas mejor.

Una vez el plato vacío tras ingerir la última "zeta", para reposar la comida marchó a probar los muelles del sillón dejándose caer sobre él en una búsqueda de la comodidad no encontrada en la dura silla de estudio. Hacía días que no pegaba ojo y momentos como éste pagaban todo el esfuerzo realizado. Mientras se entregaba al descanso, una vaca entró en la habitación y comenzó a comerle la cabellera. ¡Oh, Dios mío!, pensó, una vaca alimentándose de los pelos que no me corté! ¿Qué es esto? ¡No puede ser verdad! ¡Una vaca lechera en mi casa! Tal vez sea un sueño, o no sea lechera, debe ser un sueño, pensó. La imposible realidad se le presentaba como un enigma ante su mirada navegante incapaz de atar los cabos de tan disparatada escena. Además, pensó, he dejado he dejado bien cerrada la botella de la leche, ¡oh, esto no puede ser cierto! Pronto cayó en la cuenta de que posiblemente se tratara, como había pensado en un principio, de un simple sueño, estaba soñando. Pues qué bien me viene una siestecita, pensó, que llevo ya unos días sin pegar ojo y eso, quieras que no, se nota. Sí, llevaba siete días sin dormir, bastantes para lo que él estaba acostumbrado, bueno, realmente, bastantes para cualquiera. Siete días, pensó, siete días sin dormir, creo que me he excedido esta vez, aunque el examen, claro, es que no es fácil, sí, creo que he hecho bien, total, ¿qué más da que duerma o que no duerma? Bueno, además ya lo estoy haciendo, así que no le demos más vueltas al asunto... Pero, vamos a ver, ¿qué digo? ¿cómo no va a dar lo mismo dormir siete días que no dormir? Además, según tengo entendido si uno no duerme a los pocos días comienza a perder la razón, tiene alucinaciones y ese tipo de cosas, vamos, que uno casi se vuelve tarumba. En fin, supongo que a mí, que soy tan metódico no me pasarían esas cosas, tengo tan asentada la lógica en todos mis actos que nunca podría perder la cabeza así, por las buenas, ¡menudo soy!, ¡como si fuera fácil quitarme la razón! Y la vaca que sigue comiéndome los pelos, ¡andá, y la caspa!, puaj, ¡qué asco!, esto va camino de convertirse en una pesadilla como siga así, además me está babando todo. Ay, madre mía, preferiría estar loco que estar soñando, esto no lo aguanto más,esto es horriible. Bien, está bien, venga, si así lo quiero, así me lo tomo, venga, ¿por qué no?, pues estoy loco y ya está, no se hable más. Creo que esto debería apuntarlo en el cuaderno, debe de ser importante tomar la decisión de que uno ha perdido el uso de la razón. Lo curioso es que tal vez lo he perdido por un uso excesivo de ella, sí, se habrá recalentado. Ya lo decía mi madre, nunca excesos fueron buenos. ¡Ahhhhh, estoy loco!, ¡Dios mío !, ¡completamente tarado ! ¡¡¡locoloco ! ! !

Calma. A ver... creo que esta vez sí que estoy en un grave error, esto no lo puedo hacer así: ¿cómo voy a decidir, así por las buenas, si estoy loco o no lo estoy? No tiene ni pies ni cabeza. Cabeza : pensemos : bien, lo que tengo seguro es que la vaca no existe, bien, no existe - coño, que además no cabe por el marco de la puerta -, así que me quedan dos posibilidades, que todo esto sea un sueño, o que, en fin, me haya vuelto loco. Tomémoslo con tranquilidad, no hay de que asustarse, domino la situación. Vamos a ver, sea cual fuere la posibilidad que es real, lo cierto es que ahora lo que debo hacer es estudiar, que mañana es el examen, así que sea sueño o locura, haya vaca o no la haya, a los libros debo entregarme lo que me queda de noche.

Volcado a sus estudios, procuraba olvidarse, aunque sin éxito de los problemas de la vaca. ¡Cuánto tiempo perdido!, pensaba, ¡menuda nochecita!, primero las prácticas masturbatorias, luego los pelos que se me subían a las barbas, después una sopita, y encima más tarde lo de la vaca. Y es que así no hay forma de estudiar, me he pasado toda la noche haciendo de todo menos hincar donde es mi deber. Era mi última noche, el último cartucho y así, así lo he desperdiciado, como un completo demente, o quien sabe, como un soñador. ¿Qué puedo hacer ahora cuando es tiempo ya no es, sino que fue? Bien, acordémonos del verbo... ajajá, ¡el verbo! El verbo tal vez me conduzca a la solución de esta noche loca de náufragos, libertinos y vacas. Sí, sí, ¡sí!, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Las rodillas, las rodillas con el verbo en el suelo, para suplicar, llamar a las puertas de Dios para arrancarle el divino milagro de la salvación en las preguntas de mañana. ¿Y qué más da que yo no crea en Dios, y mucho menos en sus milagros? ¿qué más me da cuando estoy como una regadera? ¿qué más da cuando una puta vaca me está afeitando la cabeza? ¿qué más da si Dios es la vaca o si la vaca es una letra que me he dejado sin comer en la sopa? ¿qué más da? Esto lo voy a tener que apuntar en mi cuaderno.

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