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La Política Internacional de Felipe IV

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Era ostensible el desastre político y económico que habían traído consigo los términos de la Tregua de los Doce Años, y el correlativo auge de las Provincias Unidas en tal periodo de tiempo. En un memorándum al respecto escrito en 1.620, después de enumerar el ámbito de expansión holandés, Carlos Coloma finalizaba su exposición indicando que "mi opinión es, que si en doce años han conseguido todo esto cabe imaginarse lo que harán si les damos más tiempo... Si continúa la tregua nos veremos condenados a sufrir todas las desventajas de la paz y todos los peligros de la guerra". Además, era una convicción compartida por amplios sectores del pueblo español considerar el derrumbe industrial y el rápido declinar de las ciudades de Castilla durante la segunda década del siglo XVII, la marea de manufacturas extranjeras que invadía la Península Ibérica, el excesivo drenaje de oro y plata de la misma o la acentuada despoblación que la afectaba, como efectos contraproducentes de la tregua. Definitivamente, no podía llegarse a otra conclusión que la de prorrogarla sólo si los neerlandeses se avenían a su renegociación.

Sin embargo, ni España ni las Provincias Unidas tenían un interés irresistible en evitar la reanudación de la guerra. La situación política de ambos países había cambiado desde 1.609, en que el triunfo de los partidos pacifistas de Lerma y Oldenbarnevelt había alentado la paz. Una década después, Lerma había caído del poder, siendo sustituido por una generación de políticos y diplomáticos —Zúñiga, Oñate, Olivares...— que eran partidarios de mantener la estructura imperial española, la "reputación" del rey de España, por la vía de las armas si era necesario. Ante la política absentista e inerte anterior, se decidieron por una política exterior activa e intervencionista propia de una potencia que ostentaba la hegemonía sobre Europa. Las victorias de los Habsburgo en centroeuropa vinieron a dar la razón a aquellos que eran partidarios de reanudar la guerra contra los holandeses. También en las Provincias Unidas se había impuesto el partido de la guerra de Mauricio de Nassau frente a la más prudente facción dirigida por Oldenbarnevelt. Precisamente éste y su amigo Hugo Grocio, eminente jurisconsulto y filósofo padre del iusnaturalismo racionalista, fueron detenidos en 1.618. Si bien Grocio logró escapar en mayo de 1.619, Oldenbarnevelt fue condenado a muerte y ejecutado. En realidad, se aprovechó una controversia teológica entre dos profesores de la Universidad de Leyden para eliminarle. Uno de ellos, Arminio, no estaba de acuerdo con la doctrina ortodoxa de la predestinación, por lo que polemizó con el otro, Gomar. El fondo de sus divergencias, empero, escondía una distinta visión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado: Arminio consideraba que las autoridades civiles tenían derecho a arbitrar en asuntos eclesiásticos, a lo que se oponía rotundamente Gomar, que subrayaba el carácter divino de la organización eclesiástica, acusándole además de criptopapismo y proespañol. El caso es que estas controversias fueron pronto utilizadas políticamente: en 1.617 Mauricio de Nassau se declaró públicamente partidario de las ideas gomaristas, en 1.618 se convocó el Sínodo de Dordrecht que se pronunció en favor de la ortodoxia calvinista y de la no injerencia del poder civil en los asuntos de la Iglesia (contrariando las tesis de Arminio), y, finalmente, un año después se ejecutó a Oldenbarnevelt acusado de traición al fomentar las herejías arminianas y el papismo. El triunfo de Mauricio trajo consigo un eclipse del partido favorable a la paz y una preponderancia de los elementos radicalmente calvinistas, anticatólicos, antiespañoles y, por todo ello, tendentes a la no renegociación de la tregua atendiendo a los intereses hispánicos.

Aunque se autorizó al archiduque Alberto, valedor de la paz, a mantener contactos hasta el último momento con el estatúder Mauricio de Nassau, desde Madrid resultaba obvio que los holandeses no estarían dispuestos a hacer ninguna concesión a España, por lo que comenzaron a moverse de nuevo los pesados engranajes de la maquinaria militar con el objeto de proveer de más hombres y dinero al ejército de Flandes para que estuviese dispuesto a reanudar las hostilidades en cuanto finalizase la tregua. En 1.620, después de unos años manteniendo un presupuesto y un contingente reducidos, los ingresos de la pagaduría del ejército de Flandes aumentaron hasta superar los 7 millones de florines destinados a cubrir las necesidades de algo más de 50.000 hombres. El 9 de abril de 1.621, diez días después del inicio del reinado de Felipe IV, expiraba formalmente la Tregua de los Doce Años. España se había sumergido, sin saberlo, en una guerra que duraría aún 27 años y que marcaría de una forma fundamental las nuevas directrices y objetivos en materia de política internacional.

Fue en su lecho de muerte cuando Felipe III comprendió su yerro como rey. Había sido un hombre bueno, piadoso, tranquilo..., pero nunca quiso —o supo— ejercer las responsabilidades que, como gobernante del Estado hegemónico de la cristiandad, le correspondieron. Y por ello le atormentaron los remordimientos en sus últimos días de vida. Su reinado se caracterizó por la inexistencia de una mano firme que dirigiera la nave del Estado. Ni siquiera el valido que escogió, Lerma, era un hombre interesado por los asuntos de gobierno. Sus objetivos abarcaban el poder, el dinero y la influencia, pero no el dar un rumbo definido a la política española. Sus ideas pacifistas en la política exterior, que se plasmaron en las relaciones de España con Francia, Inglaterra o los Países Bajos del norte, no representaban una convicción interna sino, al contrario, una falta de decisión, una falta de interés por las responsabilidades que generaba el intervencionismo. En ningún momento supo comprender la posición que ocupaba la Monarquía española en las relaciones internacionales. Quizá por ello, durante estos años los embajadores, virreyes y diplomáticos españoles en el extranjero ejercieron un brillante papel protagonista. Eran hombres inteligentes, resueltos, conscientes de la posición de España en el mundo, deseosos de restaurar su grandeza volviendo al tiempo ideal de Felipe II. Hombres como Zúñiga, Oñate, Villafranca u Osuna se sentían humillados ante las nuevas tendencias marcadas desde Madrid y aprovechaban la falta de un gobierno central fuerte y decidido para llevar a cabo alguna iniciativa propia, actuando primero y dando explicaciones después, que evitara un mayor deterioro de los intereses de los Habsburgo. Sólo con la incorporación de Baltasar de Zúñiga al Consejo de Estado en 1.617 y la caída de Lerma un año más tarde se logró modificar la situación. Zúñiga, que era la voz más influyente del revitalizado Consejo, se veía a sí mismo como el guardián de las tradiciones de la Monarquía española. El concepto clave era "reputación", es decir, afirmación de los derechos e intereses —sin eludir las responsabilidades— del rey de España, y con esa finalidad in mente dirigió con mano firme la política exterior durante cinco años, los últimos de su vida. En ese periodo se tomaron decisiones fundamentales que determinarían el rumbo de los acontecimientos que se produjeron durante buena parte del reinado de Felipe IV, como la reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas o la intervención en ayuda de los Habsburgo austríacos que sumergiría a España en la Guerra de los Treinta Años.

Cuando el 31 de marzo de 1.621 murió Felipe III, subió al trono su joven, inteligente e inexperto hijo Felipe IV, que aún no había cumplido los 16 años. El cambio de rey trajo consigo una ola de entusiasmo y esperanza general, ante el advenimiento de un nuevo y prometedor régimen que tenía como objetivo recuperar la grandeza de España, regenerarla. Dos figuras emergieron definitivamente en el gobierno de los destinos de la Monarquía española: Zúñiga y su sobrino Olivares, dos hombres que se necesitaban mútuamente, pues el primero tenía la experiencia del mundo y el segundo el favor del nuevo rey. En abril de 1.621, Felipe IV confió la dirección de los asuntos de Estado a Zúñiga, que a su vez iría instruyendo a su sobrino Olivares en el arte de gobernar, mientras que éste, al tiempo que afianzaba su posición en Palacio, completaba la educación del joven rey. Esto último era muy importante, ya que, si se quería romper con la imagen del gobierno decadente e inerte de su padre Felipe III, optando como modelo por el reinado de su abuelo, era necesario hacer de Felipe IV un rey trabajador que gobernara personalmente, digno del concepto que se pretendía que representara: el de "Rey Planeta".

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El libro "La Política Internacional de Felipe IV", con Depósito Legal SG-42/1.998, es propiedad de su autor, Francisco Martín Sanz. La versión que en exclusiva ofrece Latindex.com no incluye las 469 notas explicativas a pie de página que sí aparecen en la versión original en papel, publicada en Segovia (España) en Mayo del año 1.998. En todo caso, queda absolutamente prohibida cualquier reproducción, ya sea total o parcial, de la obra mencionada sin el consentimiento expreso y probado del autor.
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