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La Política Internacional de Felipe IV

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Las negociaciones fueron intensas y complicadas, intentando cada parte imponer condiciones políticas, religiosas y económicas inaceptables para la otra, pero al final fue España quien hubo de hacer mayores concesiones para llegar a un acuerdo: reconoció a los Países Bajos septentrionales como si fueran una potencia soberana, no logró obtener mayor tolerancia hacia la minoría católica holandesa, tampoco consiguió abrir el bloqueado río Escalda al tráfico mercantil, eliminó las barreras creadas al comercio neerlandés con sus territorios europeos... El obstáculo más difícil de salvar, y que a punto estuvo de impedir que la negociación llegara a buen fin, fue el asunto de la libertad de navegación con las Indias orientales y occidentales. Los holandeses habían logrado romper el teórico monopolio comercial portugués y español con sus colonias, zarpando hacia las mismas una media anual de más de 200 barcos, y no estaban dispuestos a abandonar sus importantes inversiones en tal comercio ultraoceánico. Oldenbarnevelt propuso como solución coyuntural la misma por la que se había optado en 1.604 al firmarse el tratado de paz hispano-británico: no mencionar las aguas marítimas extraeuropeas, sobre la débil base temporal de mutua conservación de las posesiones que cada parte tuviera en las Indias orientales y occidentales, que hacía presagiar la continuación de las hostilidades allí sin grandes impedimentos. Sin embargo, existía el reconocimiento tácito general de que ese acuerdo limitado se rompería si las Provincias Unidas llevaban a cabo un ataque contra América de magnitud comparable al realizado en el sudeste de Asia, donde el éxito conseguido por la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales fue imparable. Un escritor holandés perspicaz escribió que el rey de España consideraba el Asia portuguesa "como su concubina, a la que puede abandonar si es necesario, pero no le importa el coste de mantener América, a la que considera su esposa legítima, de la que se siente extraordinariamente orgulloso y que está dispuesto a mantener inviolable". Aunque un sector de la opinión pública de los Países Bajos del norte deseaba asumir mayores riesgos que los derivados del simple comercio de contrabando con tierras americanas —en especial con Brasil, donde al final de la tregua llegaron a dominar al menos la mitad del tráfico de mercancías entre esa colonia y Europa—, el partido favorable a la paz en ningún momento estuvo dispuesto a ponerla en peligro mediante la fundación de una Compañía de las Indias Occidentales o la organización de un ataque anexionador a gran escala contra América.

La tregua de Amberes significó para España poco más que un humillante respiro en espera de tiempos mejores —el calibre de las concesiones solamente podía tener un carácter provisional—, mientras que para los holandeses constituyó un resonante éxito. Por un lado, el hecho de que la Corona española reconociera la personalidad internacional de las Provincias Unidas mejoró indudablemente su posición exterior ante el resto de monarquías o repúblicas. Sucesivamente, los Países Bajos septentrionales fueron formalizando alianzas y relaciones diplomáticas —que en algunos casos incluyeron el intercambio de embajadores regulares— con Francia, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, la República de Venecia, la Liga Hanseática, Marruecos, el Imperio Otomano, Argelia, Túnez, Transilvania o Moscú, todos ellos actuales o potenciales enemigos de los Habsburgo. Por otro lado, la momentánea paz les permitió concentrar todos sus esfuerzos en continuar y aumentar sus provechosas actividades comerciales ultramarinas. Así, en 1.609 llegó la primera misión comercial holandesa a Japón, iniciando en seguida una campaña de desacreditación y destrucción del poder ibérico allí instalado que durante sesenta años había sostenido el comercio con los nipones; en 1.612 erigieron un fuerte en África occidental, en Moree, con objeto de proteger el lucrativo tráfico naval de oro en el Golfo de Guinea; un año después reforzaron el emplazamiento de Pulicat, desde donde se hicieron pronto con el control del comercio de la costa suroriental india; aparecieron comerciando en la costa este norteamericana y en 1.614 fundaron, en el actual Estado de Nueva York, el Fuerte Orange; se dejaron ver por Sudamérica, fundando y desarrollando pequeños asentamientos alrededor de las desembocaduras del Amazonas y el Orinoco, abriendo contactos políticos y comerciales con los belicosos indios Araucanos de Chile —que eran hostiles a los españoles— o atacando los poco defendidos puertos españoles de la costa del Pacífico mediante una misión como la llevada a cabo por Joris van Spilsbergen; no cejaron en la pugna por Indonesia y las Molucas; y, como hecho más importante, en 1.619 tomaron Yakarta —bautizada como Batavia—, que se convertiría en la verdadera punta de lanza del comercio neerlandés en el Extremo Oriente.

La Tregua de los Doce Años en la guerra de los Países Bajos trajo consigo un periodo de relativa paz para Europa, únicamente salpicado por puntuales y localizados conflictos, que duraría nueve años y que se conocería con el nombre de "pax hispanica". Las ideas de repliegue y pacificadoras de Felipe III y el duque de Lerma habían ido poniendo fin a los distintos conflictos en los que España estaba implicada, de tal forma que en el año 1.609 Europa gozó, por fin, de una aparente calma. Desde esta fecha hasta el inicio de la Guerra de los Treinta Años, la Monarquía española siguió manteniendo su primacía político-militar mundial, pero no por la fuerza de las armas sino por la ingente labor diplomática que desarrollaron personalidades tan destacadas como el conde de Gondomar (en Londres), el marqués de Bédmar (en Venecia y París) o Baltasar de Zúñiga y el conde de Oñate (en Praga y Viena, consecutivas sedes de la corte imperial). Fueron hombres como estos los que lograron mantener en lo más alto el prestigio y la influencia internacional de España, llegándose a poner de moda, desde Londres a Viena, la cultura, lengua o modo de vestir hispánico. Es más, el avance religioso de la Contrarreforma, impulsado por la enorme labor de los jesuitas, parecía constituir una dimensión adicional del avance del sistema español en Europa.

Sin embargo, el periodo de "pax hispanica" no podía ser más que el momento de calma al que sigue la tempestad. En efecto, existían una serie de fuerzas opuestas que antes o después tendrían que chocar. En primer lugar, la preponderancia indiscutible que había mantenido la casa de Habsburgo —cuya cabeza era España— durante la mayor parte del siglo XVI se empezaba a ver contestada por una potencia renaciente, Francia, que estaba poniendo fin a las guerras religiosas que la asolaron años atrás. En segundo lugar, los conflictos religiosos generados por la Reforma protestante en la primera mitad del siglo XVI no se habían conseguido resolver todavía a principios del XVII. En este último periodo, la unidad de la fe existía bajo forma católica en las posesiones de la Monarquía española y en los Estados italianos, en forma luterana en Suecia y Dinamarca y en forma calvinista en las Provincias Unidas. En cambio, en Inglaterra no existía esa unidad, ya que, junto a la religión oficial, el anglicanismo, existían importantes grupos de católicos y puritanos protestantes; en Francia tampoco, puesto que, aunque era oficialmente católica, los hugonotes tenían una importante fuerza y estaban bien organizados. Por último, la situación en el Sacro Imperio Romano-Germánico era aún más complicada: pese a que la paz de Augsburgo de 1.555 puso fin a la guerra entre príncipes católicos y luteranos, concediendo a unos y a otros la libertad de elegir su religión e imponerla a sus súbditos ("cuius regio, eius religio"), se producían situaciones tensas cuando un príncipe eclesiástico —arzobispo, obispo o abad— se convertía al luteranismo y provocaba con ello la "protestantización" de todo el territorio, debido a que, aunque tal medida estaba expresamente prohibida en la paz —por la norma conocida como reservatum ecclesiasticum—, los protestantes presentes en Augsburgo nunca llegaron a aceptar tal excepción a la normativa general. Las difíciles relaciones confesionales ocasionaron el estallido de conflictos de importancia en Colonia o Donauwörth, de tal forma que en 1.608, como medida de autoprotección, algunos príncipes fundaron la Unión Protestante, encabezada por el elector palatino Federico IV, calvinista, pero a la que significativamente no se unió el más poderoso de los príncipes protestantes alemanes, el luterano elector de Sajonia. En 1.609, como reacción, se fundó la Liga Católica de príncipes alemanes, encabezada por el duque de Baviera. Los primeros obtuvieron el apoyo de Francia, las Provincias Unidas e Inglaterra; los segundos, de los Habsburgo españoles y austríacos.

Resultaba evidente que la "pax hispanica" era una débil estructura que se superponía a poderosas y opuestas fuerzas que en cualquier momento podían hacerla estallar. Por una parte, chocaban frontalmente Francia y España en su lucha por la supremacía política europea. Por otra, chocaban los católicos y los protestantes —luteranos y calvinistas— en su lucha por la supremacía religiosa. Como la Corona española asumía como propia la responsabilidad de la defensa de la verdadera fe —la católica—, sólo estaba dispuesta a dar y recibir apoyo de gobernantes católicos, al menos desde un punto de vista formal y como línea general a seguir en materia internacional. En cambio, Francia, que aunque oficialmente católica siempre basó su política exterior en frenar el poder de los Habsburgo, pretendía aglutinar a su alrededor a todos los enemigos de España, ya fueran luteranos, calvinistas, musulmanes e, incluso, católicos —como era el caso de Venecia o Saboya—.

La existencia de estas dos manifiestas posiciones enfrentadas hizo que el periodo de "pax hispanica" estuviera siempre en el filo de la navaja. En realidad, su mantenimiento dependía en gran parte de la pasividad o complicidad de Francia hacia la misma, cosa que no estaba asegurada mientras fuera su rey el ambicioso Enrique IV. La chispa de una nueva conflagración podía surgir en cualquier momento, constituyendo diferentes zonas de Europa un potencial teatro de operaciones de los conflictos entre España y Francia. Así, toda la frontera oriental de esta última tenía un valor estratégico fundamental, ya que era por allí por donde España enviaba a los Países Bajos leales y al ejército que los defendía las provisiones y hombres de refresco que necesitaban, partiendo desde el Milanesado, cruzando el Tirol y Alsacia y, finalmente, atravesando Lorena como última etapa del camino. Esta ruta era el cordón umbilical que permitía a la Corona española mantener la guerra en el norte de Europa, y gran parte de su política exterior se basó en intentar asegurar su existencia o buscar corredores alternativos, bien por la fuerza de las armas o bien por vía diplomática. Italia era otra zona tradicionalmente conflictiva. Desde las victorias de Fernando el Católico y Carlos V había vivido bajo influencia hispánica, reforzada por el hecho de que pertenecían al Rey Católico Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el importante ducado de Milán, fundamental plaza de armas y encrucijada de caminos de Europa. Desde este último punto territorial, las posesiones de España y las de sus primos los Habsburgo austríacos estaban en comunicación simplemente cruzando un pequeño valle enclavado en el territorio de los Grisones, posibilidad que era muy importante debido a que el mantenimiento de estrechas relaciones entre Viena y Madrid se había convertido en una de las piedras angulares de la política internacional de la Monarquía española, apoyada en generaciones de matrimonios dinásticos y por una gran semejanza en los objetivos políticos y religiosos (basados en la defensa de la iglesia y el sostenimiento de la fe). Aunque la rama austríaca de la familia era la segundona, la posesión del título imperial la confería una importante autoridad. En todo caso, los Habsburgo ibéricos daban por supuesta su superioridad frente al emperador, basada en la tenencia de más extensas posesiones territoriales y unos recursos mucho mayores. Pero se necesitaban mutuamente. Sólo unidos, creían, se podía tener garantizado el título imperial en manos de la Casa de Habsburgo, conseguir los ideales político-religiosos que representaban, o, a nivel particular de España, asegurar ésta ciertas posesiones que, aunque suyas, se encontraban dentro de los límites del Sacro Imperio, como era el caso de Milán o Borgoña, de las que el rey de España era exclusivamente duque y por ello vasallo nominal del emperador.

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El libro "La Política Internacional de Felipe IV", con Depósito Legal SG-42/1.998, es propiedad de su autor, Francisco Martín Sanz. La versión que en exclusiva ofrece Latindex.com no incluye las 469 notas explicativas a pie de página que sí aparecen en la versión original en papel, publicada en Segovia (España) en Mayo del año 1.998. En todo caso, queda absolutamente prohibida cualquier reproducción, ya sea total o parcial, de la obra mencionada sin el consentimiento expreso y probado del autor.
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