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Los cuentos de Carlos Fierro

Señor Reloj

Soy el señor reloj. El tiempo es mi vida, mi prisión, mi verdugo.

Nunca llevo reloj, siempre se me perdían cuando era pequeño, así que decidí no comprarme ninguno más. Bien es cierto que ahora los relojes no se me perderían como antaño, pero me gusta conservar, mantener en la medida de lo posible, las decisiones tomadas en el pasado, pues si no fuera así me parecería que no he tenido pasado, que he sido un presente continuo, que mi niñez no fue mía, que aquel niño que aparece en la foto no soy yo. A veces, de hecho, me da la impresión de que mis vivencias pasadas no me pertenecen, y me recuerdo tan lejano, tan diferente, tan poco claro, que incluso en ocasiones me confundo con imágenes de películas, imágenes de otras vidas, otros sueños, ilusiones tal vez. Sí, quizás es verdad, y aquel no soy yo.

Vivo desde entonces sin el apéndice que le ha salido a la especie humana en la muñeca. Pero ¿por qué precisamente en la muñeca? Parecemos reos, condenados, esposados de las muñecas a los agentes de las leyes del tiempo. Sabemos que esas esposas no son reales, más bien ejercen su función como símbolo de poder, no son quien nos ata, ni quien nos esclaviza, pero ahí están, como las marcas en el lomo de los caballos, de las vacas, de los cerdos. Es la señal, siempre en la muñeca, que nos recuerda a cada momento que estamos dominados por un ente superior a nosotros, un ente que hemos inventado, que hemos construido, pero que se ha vuelto contra nosotros, indestructible.

La hora. Hombres cogiendo remangándose para ver qué hora marca su reloj. Poner el despertador para no llegar tarde al trabajo. Comer porque es la hora. Una pastilla cada 8 horas. Dormir demasiado. Perder el tiempo. 1592. Las doce campanadas. Revelados en cinco minutos. El tren se me escapó. Aprenda a tocar la guitarra en 18 segundos. Espere un momento, por favor. Einstein dice que es relativo. Silencio, son las doce.

Y aunque no lleve reloj, soy el señor reloj, siempre pendiente de la hora, como una necesidad imperiosa de conocer lo mil veces conocido. Como los brazos del agente de tráfico que con sus aspavientos nos dirige, las manillas de nuestro reloj nos guía, igual, pero con parsimonia, lentamente, acompañado de su tic-tac, música de la vida, omnipresente. Manillas que señalan con su dedo infalible, pero no, no señalan la hora, me señalan a mí, exigentes, me instan a actuar, a cumplir, a mi pesar.

Viviendo bajo sus leyes. ¿Quién las quiere? ¿No se pueden quebrar? ¿Sólo la muerte nos libra de sus garras? Cuando creí evitado el inevitable peso del tiempo, cuando creí haber escapado por fin, permaneciendo ya en el paraíso intemporal, se me hizo tarde.

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