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La Política Internacional de Felipe IV

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Si durante la primera mitad de 1.620 había primado una constante actividad diplomática, la segunda vio el comienzo de la gran ofensiva preparada para recuperar Bohemia de manos de Federico y los rebeldes protestantes. Unos sucesos marginales acaecidos por entonces en los valles alpinos iban a resultar de inestimable ayuda en beneficio de la causa Habsburgo: los habitantes católicos del valle de la Valtelina se levantaron contra sus señores protestantes de los Grisones, solicitando el apoyo de los españoles. Su petición fue atendida, y a lo largo del mes de julio de 1.620, el duque de Feria, nuevo gobernador de Milán en sustitución de Villafranca, desplazó tropas para bloquear, ocupar y controlar el valle, comenzando a construir una cadena de fuertes que garantizaran la seguridad del mismo. Fue una verdadera suerte. El territorio grisón era una auténtica encrucijada de caminos, pues por él pasaban los corredores militares que unían, por una parte, Lombardía con el Imperio y los Países Bajos, y por otra, Francia con su aliada la República de Venecia. Para España era muy importante dominar el valle de la Valtelina, que le daba una pequeña vía por donde transportar sus tropas a los distintos teatros de operaciones de Europa, debido a que el resto de caminos —a través de Venecia, los cantones suizos o Saboya— estaban vetados. Y en ese preciso momento la importancia estratégica de la zona era aún mayor, debido a los acontecimientos que se estaban produciendo en el Imperio y al inminente fin de la Tregua de los Doce Años acordada con las Provincias Unidas en 1.609.

Otro suceso aún más importante que la ocupación de la Valtelina fue la invasión, en septiembre de 1.620, del Palatinado renano —dominios del usurpador rey de Bohemia, Federico— por el ejército de Flandes. Varios meses antes, el Consejo de Estado había debatido en Madrid sobre la conveniencia o no de que el archiduque Alberto enviara desde los Países Bajos las tropas necesarias para ocuparlo. Algunos criticaron el proyecto, que aumentaría las tensiones en Alemania, como muy peligroso para la paz general en Europa. No obstante, triunfaron los defensores de la intervención militar alegando que, con ella, se aliviaría al emperador de las presiones de que era objeto, se posibilitaría que Maximiliano liberara más tropas de la defensa de Baviera y las empleara en ayudar a Fernando a retomar Bohemia, se haría una demostración de poder que pudiera inducir a los holandeses a solicitar la continuación de la tregua en unas condiciones más honrosas para España y, sobre todo, con la toma del Bajo Palatinado se dominaría el curso medio del Rin, codiciado corredor para las comunicaciones militares entre Milán y Flandes (en especial ahora que llegaba a su fin la mencionada tregua). La tradicional hostilidad del elector palatino a la causa de los Habsburgo, que se había demostrado con su habitual protección de los refugiados calvinistas, la ayuda enviada a las Provincias Unidas en su lucha contra España y el hostigamiento de las tropas españolas en su camino hacia los Países Bajos, hizo que, ahora que se presentaba la ocasión, Felipe III escribiera el 9 de mayo de 1.620 al archiduque Alberto comunicándole que aprobaba su ocupación. En los meses siguientes, Spínola concentró en Luxemburgo un ejército de 25.000 hombres que, finalmente, a primeros de septiembre lanzó hacia el Palatinado renano, siendo éste controlado en una rápida y triunfal campaña.

Al mismo tiempo, mientras el ejército de Sajonia ocupaba sin apenas resistencia Lusacia, las fuerzas conjuntas del emperador ¾ mandadas por Buquoy¾ y la Liga Católica ¾ bajo el mando del belga Tilly¾ , en número de unos 25.000 hombres, se dirigieron directamente hacia la capital de Bohemia, Praga. Cerca de allí, en una pequeña colina llamada Montaña Blanca, el día 8 de noviembre de 1.620 se produjo el encuentro con el ejército rebelde de Federico, de unos 20.000 hombres, deficientemente dirigido por Thurn, Anhalt y Mansfeld. La batalla no duró mucho. Pronto las fuerzas de Federico, que no había tenido tiempo de salir de Praga hacia el campo de la lucha, retrocedieron en desbandada. Él mismo, al darse cuenta de la derrota, huyó precipitadamente en dirección a Silesia y Brandemburgo, asentándose más tarde en La Haya como desterrado del Imperio.

La Corona de Bohemia fue puesta de nuevo en manos de Fernando, que pronto inició una represión tendente a fortalecer en ella sus poderes políticos y a unificar sus posesiones en la fe católica. Redujo las libertades políticas con una nueva Constitución que transformaba la Corona bohemia en un Estado patrimonial —y no electivo— de los Habsburgo, y suprimió paulatinamente las libertades religiosas, aboliendo en 1.621 la Carta de Majestad y persiguiendo a los protestantes, al tiempo que permitió la vuelta de los jesuitas para que extendieran el espíritu de la Contrarreforma. Además de esas importantes decisiones, el 21 de junio de 1.621 fueron ejecutados en Praga 27 líderes de la revuelta que no habían conseguido escapar. Sus posesiones, al igual que las del resto de rebeldes, se confiscaron en beneficio del rey, que las entregó a una nueva nobleza bohemia —de origen alemán, italiano, español y flamenco— que se unió a los pocos nobles checos que habían permanecido fieles al bando imperial. Aunque todas estas decisiones podían ser más o menos polémicas, difícilmente serían generadoras de una nueva crisis internacional, debido a que Fernando estaba actuando sobre territorios de los que era soberano. Más complicado se presentaba, sin embargo, decidir sobre lo que había que hacer con el Palatinado y con la promesa de obtener la dignidad electoral hecha a Maximiliano de Baviera. Cualquier movimiento en falso que afectara a Alemania podía no sólo reavivar la guerra, sino convertirla definitivamente en un conflicto europeo global, especialmente ahora que el aplastante triunfo de los Habsburgo había alertado a los tradicionales enemigos de España de los peligros del eje católico que unía Madrid, Munich, Viena y Bruselas.

La última de las grandes decisiones que en materia de política exterior se tomaron durante el reinado de Felipe III fue la reanudación de la guerra con las Provincias Unidas tras el término de la Tregua de los Doce Años. Durante todo el año 1.619, cuando los problemas en el Imperio eran patentes, el Consejo de Estado realizó constantes reuniones para discutir sobre la conveniencia o no de renovar la tregua y en qué condiciones. España tradicionalmente había justificado el mantenimiento de la guerra en los Países Bajos por varios motivos. En primer lugar, las siete provincias rebeldes eran parte de la herencia borgoñona que el rey Carlos V había transmitido a sus sucesores, por lo que, al ser estos los legítimos soberanos de las mismas, no sólo tenían el derecho sino también la responsabilidad de reincorporarlas a su patrimonio. Además, se afirmaba que si España mostraba debilidad a la hora de sofocar la rebelión, ésta podía servir de ejemplo a otras posesiones descontentas. Se encontró otra justificación en el argumento que afirmaba que el mantenimiento de la guerra contra los holandeses distraería los esfuerzos de los enemigos de España, evitando así que se atacaran otros intereses hispánicos, de tal forma que la continuación del conflicto bélico en el norte de Europa actuaría como una especie de muro de contención; como decía Zúñiga, si no era posible frenar a la República "lo único que conseguiremos es perder, primero las Indias, después Flandes, después Italia y finalmente la propia España".

La validez de los argumentos generales expuestos era criticable. Cuando en 1.619 se debatía en qué condiciones España estaría dispuesta a prorrogar la tregua o a firmar una definitiva paz, existía la convicción de que ya había pasado la oportunidad de acabar con la rebelión por la fuerza de las armas. Así lo expresaba Zúñiga:

"El tratar por fuerza de armas de reducir a la obediencia aquellas Provincias como estaban de antes, quien quiera que lo mirare atentamente y sin pasión y considerare las fuerzas grandes de aquellas Provincias por mar y por tierra, el sitio de ellas tan fuerte y tan rodeado de la mar y ríos caudales y tan en comarca de sus confederados de Francia, Inglaterra y Alemania, y aquel estado en el punto en que se halla, y el nuestro en el que está, hallará que es tratar de lo imposible".

La continuación de la guerra, por tanto, no podría tener otro objetivo que lograr una posición de fuerza, tras una serie de victorias importantes, que obligara a las Provincias Unidas a firmar una paz honrosa para España con condiciones mejoradas. A finales de 1.619, el Consejo de Estado decidió que no se prorrogaría la tregua a no ser que se incluyeran en ella una serie de cláusulas que España consideraba fundamentales: la aceptación, aunque solamente fuera nominal, de la soberanía española sobre las Provincias Unidas (es decir, España rechazaba ahora la concesión del humillante artículo uno de la tregua de 1.609 por el que reconoció la soberanía de la República marítima); la tolerancia para la minoría católica holandesa; la reapertura del río Escalda para desbloquear comercialmente a Amberes y lograr así una mejora económica de los sufridos Países Bajos leales; y, por último, la retirada de los holandeses de América y de las Indias orientales debido a que su comercio ultramarino, permitido por las ambigüedades de la tregua de 1.609, estaba provocando graves daños a los intereses económicos y a las posesiones coloniales de España y Portugal.

Si bien el gobierno continuó manteniendo oficialmente las dos primeras exigencias para llegar a un compromiso de paz (en 1.628 Olivares aún insistía, al resumir las razones para combatir contra las Provincias Unidas, en que: "la cuestión puede ser reducida a dos puntos: religión y reputación"), resultaba cada vez más evidente que el punto clave de las negociaciones iba a ser el comercio neerlandés de ultramar. La República de Holanda se había convertido en el centro comercial de Occidente. Sus buques dominaban el provechoso transporte del cereal excedente del Báltico hacia la Europa occidental y meridional, aunque lo que realmente preocupaba a la Corona española era que las Provincias Unidas habían aprovechado la tregua para redoblar sus esfuerzos comerciales en América y el Extremo Oriente, además de potenciar la piratería en alta mar y los ataques directos a las colonias ultramarinas portuguesas y españolas. Esto no sólo provocaba importantes pérdidas económicas para la Corona, debido a la constante merma de los mercados y el incremento en los gastos de defensa colonial, sino que traía consigo un peligroso punto de fricción con el recién incorporado reino de Portugal, que veía con desilusión como España era incapaz de proteger sus posesiones ultramarinas y su emporio comercial tradicional en Asia, con la consiguiente ruina de muchos comerciantes lusos. Por todas estas razones, cuando los Consejos de Portugal e Indias fueron consultados, llegaron a la conclusión de que la única forma de salvaguardar las posesiones ultramarinas de manos holandesas era reanudar la guerra, ya que únicamente cuando tuvieran la necesidad de defenderse en su propio país reducirían los recursos destinados a perjudicar los intereses ibéricos de ultramar.

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El libro "La Política Internacional de Felipe IV", con Depósito Legal SG-42/1.998, es propiedad de su autor, Francisco Martín Sanz. La versión que en exclusiva ofrece Latindex.com no incluye las 469 notas explicativas a pie de página que sí aparecen en la versión original en papel, publicada en Segovia (España) en Mayo del año 1.998. En todo caso, queda absolutamente prohibida cualquier reproducción, ya sea total o parcial, de la obra mencionada sin el consentimiento expreso y probado del autor.
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